jueves, 6 de mayo de 2010

miércoles, 5 de mayo de 2010

Poema "LA PATRIA", DE CORTÁZAR

La patria

Julio Cortazar

Esta tierra sobre los ojos,

este paño pegajoso negro de estrellas impasibles,

esta noche continua, esta distancia.

Te quiero, país tirado más abajo del mar, pez panza arriba,

pobre sombra de país, lleno de vientos,

de monumentos y espamentos,

de orgullo sin objeto, sujeto para asaltos,

escupido curdela. inofensivo puteando y sacudiendo banderitas,

repartiendo escarapelas en la lluvia, salpicando

de babas y estupor canchas de fútbol y ringsides.

Pobres negros.

Te estás quemando a fuego lento, y dónde el fuego,

dónde el que come los asados y te tira los huesos.

Malandras, cajetillas, señores y cafishos,

diputados, tilingas de. apellido compuesto,

gordas tejiendo en los zaguanes, maestras normales, curas, escribanos,

centrofordwards, livianos, Fangio solo, tenientes

primeros, coroneles, generales, marinos, sanidad, carnavales, obispos

bagualas, chamamés, malambos, mambos, tangos,

secretarías, subsecretarías, jefes, contrajefes, truco,

contraflor al resto.Y qué carajo,

si la casita era su sueño, si lo mataron en pelea,

si usted lo ve, lo prueba y se lo lleva. -

Liquidación forzosa, se remata hasta lo último.

Te quiero,. país tirado a la vereda, caja de fósforos vacía,

te quiero, tacho de basura. que se llevan sobre una. cureña

envuelto. en la bandera que nos legó Belgrano,

mientras las viejas lloran en el velorio, y anda el mate

con su verde consuelo, lotería del pobre,

y en cada.piso hay alguien que nació haciendo discursos

para algún otro que nació para escucharlos y pelarse las manos.

Pobres negros que juntan las ganas de ser blancos,

pobres blancos que viven un carnaval de negros,

qué quiniela, hermanito, en Boedo, en la Boca,

en Palermo y Barracas, en los puentes, afuera,

en los ranchos que paran la mugre de la pampa,

en las casas blanqueadas del silencio del norte,

en las chapas de zinc donde el frío se frota,

en la Plaza de Mayo donde ronda la muerte trajeada de Mentira.

Te quiero, país desnudo que sueña con un smoking,

vicecampeón del mundo en cualquier cosa, en lo que salga,

tercera posición, enegía nuclear, justicialismo, vacas,

tango, coraje, puños, viveza y elegancia.

Tan triste en lo más hondo de1 grito, tan golpeado

en lo mejor de la garufa, tan.garifo a la hora de la autopsia.

Pero te quiero, país de barro, y otros te quieren, y algo

saldrá de este sentir. Hoy es distancia, fuga,

no te metás, qué vachaché, dale que va, paciencia.

La tierra entre los dedos, la basura en los ojos,

ser argentino es estar triste, ser argentino es estar lejos.

Y no decir: mañana,

porque ya basta con ser flojo ahora.

Tapándome la cara

(el poncho te lo dejo, folklorista infeliz)

me acuerdo de una estrella en pleno campo,

me acuerdo de un amanecer de puna,

de Tilcara de tarde, de Paraná fragante,

de Tupungato arisca, de un vuelo de flamencos

quemando un horizonte de bañados.

Te quiero, país, pañuelo sucio, con tus calles

cubiertas de carteles peronistas, te quiero

sin esperanza y sin perdón, sin vuelta y sin derecho,

nada más que de lejos y amargado y de noche.

POEMA EL GAUCHO, DE BORGES

El gaucho

Hijo de algún confín de la llanura
abierta, elemental, casi secreta,
tiraba el firme lazo que sujeta
al firme toro de cerviz oscura.

Se batió con el indio y con el godo,
murió en reyertas de baraja y taba;
dio su vida a la patria, que ignoraba,
y así perdiendo, fue perdiendo todo.

Hoy es polvo de tiempo y de planeta;
nombres no quedan, pero el nombre dura.
Fue tantos otros y hoy es una quieta
pieza que mueve la literatura.

Fue el matrero, el sargento y la partida.
Fue el que cruzó la heroica cordillera.
Fue soldado de Urquiza o de Rivera,
lo mismo da. Fue el que mató a Laprida.

Dios le quedaba lejos. Profesaron
la antigua fe del hierro y del coraje,
que no consiente súplicas ni gaje.
Por esa fe murieron y mataron.

En los azares de la montonera
murió por el color de una divisa;
fue el que no pidió nada, ni siquiera
la gloria, que es estrépito y ceniza.

Fue el hombre gris que, oscuro en la pausa
penumbra del galpón, sueña y matea,
mientras en el Oriente ya clarea
la luz de la desierta madrugada.

Nunca dijo: Soy gaucho. Fue su suerte
no imaginar la suerte de los otros.
No menos ignorante que nosotros,
no menos solitario, entró en la muerte.

Milonga de Jacinto Chiclana

Jacinto Chiclana
Milonga
Música: Astor Piazzolla
Letra: Jorge Luis Borges
Me acuerdo, fue en Balvanera,
en una noche lejana,
que alguien dejó caer el nombre
de un tal Jacinto Chiclana.
Algo se dijo también
de una esquina y un cuchillo.
Los años no dejan ver
el entrevero y el brillo.

¡Quién sabe por qué razón
me anda buscando ese nombre!
Me gustaría saber
cómo habrá sido aquel hombre.
Alto lo veo y cabal,
con el alma comedida;
capaz de no alzar la voz
y de jugarse la vida.

(Recitado)
Nadie con paso más firme
habrá pisado la tierra.
Nadie habrá habido como él
en el amor y en la guerra.
Sobre la huerta y el patio
las torres de Balvanera
y aquella muerte casual
en una esquina cualquiera.

Sólo Dios puede saber
la laya fiel de aquel hombre.
Señores, yo estoy cantando
lo que se cifra en el nombre.
Siempre el coraje es mejor.
La esperanza nunca es vana.
Vaya, pues, esta milonga
para Jacinto Chiclana.

EL CUENTO DE JUANA GORRITI.

Gorriti, Juana Manuela, “La hija del mazorquero”, en Narraciones, Buenos Aires, Estrada, 1958. pp 99 a 118.

LA HIJA DEL MAZORQUERO
(LEYENDA HISTORICA)

Roque Almanegra era el terror de Buenos Aires. Verdugo por excelencia entre una asociación de verdugos llamada Mazorca y consagrado en cuerpo y alma al tremendo fundador de aquella terrible hermandad, contaba las horas por el número de sus crímenes y su brazo, perpetuamente armado del puñal, jamás se bajaba sino para herir. Su huella era un reguero de sangre y había huído de él hacía tanto tiempo la pie- dad, que su corazón no conservaba de ésta ningún recuerdo, y los gemidos del huérfano, de la esposa y de la madre, lo encontraban tan insensible, como la fría hoja de acero que hundía en el pecho de sus victimas. Cada semejanza con la humanidad había desaparecido de la fisonomía de aquel hombre y su lenguaje, expresión fiel del nombre que sus delitos le habían dado, era una mezcla de ferocidad y de blasfemia que hacía palidecer de espanto a todos aquellos que tenían la desgracia de acercársele.
Sin embargo, entre aquel horrible vocabulario de crueldades y de impiedad, como una flor nacida en el cieno, había una palabra de bendición que Roque pronunciaba siempre.
– Clemencia – decía aquel hombre de sangre, cuando fatigado con los crímenes de la noche entraba a su casa al amanecer.

Y a este nombre, que sonaba como un sarcasmo en los labios del asesino, una voz tan dulce y melodiosa que parecía venir de los celestes coros, respondía con ternura:
– ¡ Padre! – y una figura de ángel, una joven de dieciséis años, con grandes ojos azules y ceñida_ de una aureola de rizos blondos, salía al encuentro del mazorquero y lo abrazaba con dolorosa efusión. Era su hija.
Roque la amaba como el tigre ama a sus cachorros, con un amor feroz. Por ella hubiera llevado el hierro y el fuego a los extremos del mundo; por ella hubiera vertido su propia sangre; pero no le habría sacrificado ni una sola gota de su venganza, ni uno solo de sus instintos homicidas. Clemencia vivía sola en el maldecido hogar del mazorquero. Su madre había muerto hacía mucho tiempo víctima de una dolencia desconocida. Clemencia la vio languidecer y extinguirse lentamente en una larga agonía, sin que sus tiernos cuidados pudieran volverla a la vida, ni sus ruegos y lágrimas arrancar de su corazón el fatal secreto que la llevaba a la tumba. Pero cuando su madre murió, cuando la vio desaparecer bajo la negra cubierta del ataúd y que espantada del inmenso vacío que se había hecho en torno suyo, fué a arrojarse en los brazos de su padre, los vió manchados en sangre y la luz de una horrible revelación alumbró de repente el espíritu de Clemencia. Tendió una mirada al pasado y trajo a la memoria escenas misteriosas entonces para ella y que ahora se le presentaban c1aras, distintas, horribles. Recordó las maldiciones dirigidas a Roque el Mazorquero, que tantas veces habían herido sus oídos y que ella en su amor, en su veneración por su padre, estaba tan distante de pensar que caían sobre él. Ella, que hasta entonces había vivido en un mundo de amor y de piedad, hallóse un día de repente en otro de crímenes y de horror. La verdad toda entera se mostró a sus ojos y comparando con su propio dolor el dolor que su madre había devorado en silencio, comprendió por qué había preferido a la vida la eternidad y al lecho conyugal la fría almohada del sepulcro. Pero en el clo1or de Clemencia no se mezcló ningún sentimiento de amargura. Del alma de aquella hermosa niña se parecía a su nombre: era toda dulzura y mis ricordia. Su fatal descubrimiento en nada disminuyó la ternura que profesaba a su padre. Al contrario, Clemencia lo amó más, porque lo amó con una compasión profunda; y viéndolo marchar solo con sus crímenes en un sendero regado con sangre, llevando el odio bajo sus pies y la venganza sobre su cabeza, lejos de envidiar el reposo eterno de su madre, Clemencia deseó vivir para acompañar al desdichado como un ángel guardián en aquella vida de iniquidad, y si no le era posible apartarlo de ella, ofrecer al menos por él a Dios una vida de dolor y de expiación.
Clemencia rechazó con horror el lujo que la rodeaba, porque en él vió el precio del crimen y, olvidando que era joven, olvidando que era bella y que en el mundo hay goces celestes para la juventud y la belleza oculto su esbelto talle y sus deliciosas formas bajo una larga túnica blanca, cubrió los sedosos rizos de su espléndida cabellera con un tupido velo, acalló los latidos con que su corazón la pedía amor y se consagró toda entera al alivio de los desgraciados. Sobreponiéndose al profundo horror de su alma, hojeó esas sangrientas listas en que su padre consignaba el nombre de sus víctimas y guiada por estos fúnebres datos, corría a buscar para dotarlos a los huérfanos y viudas que el puñal de aquél había dejado sin amparo en el mundo. Empleó para socorrerlos los talentos adquiridos en la esmerada educación que había recibido de su madre: dió lecciones de música y de pintura y consagró sus horas a un constante trabajo. La pobre niña, llena la mente de lúgubres pensamientos y con el corazón destrozado de dolor, tocaba alegres polkas que sus discípulos danzaban alegres y felices; y en la pavorosa soledad de sus noches, ella, que había dicho un eterno adiós a todas las dichas de la vida, se ocupaba en bordar vaporosos ramilletes en el velo de una desposada o en la transparente y coqueta falda de un vestido de baile, sin que la desanimaran las ideas dolorosas que esos accesorios de una fe!icidad a que ella no podía ya aspirar, despertaban en su alma, y con el precio de los trabajos tan llenos de emociones, corría a derramar el consuelo y la paz en el hogar de aquellos a quienes había sacrificado el hacha de su padre. Como una tierna madre acariciaba e instruía a los niños, velaba a los enfermos con la ardiente solicitud de una hermana de caridad y auxiliaba a los moribundos con una elocuencia llena de unción y piedad.
Enteramente olvidada de sí misma, Clemencia parecía vivir sólo en la vida de los otros. Y sin embargo, el mundo la sonreía a lo lejos, le abría los brazos y le mostraba sus goces. Frecuentemente en sus piadosas correrías, Clemencia oía tras de sí voces apasionadas que exclamaban :
– ¡Cuán bella es! ¡Dichoso, mil veces dichoso, aquel que merezca una mirada de esos ojos! Pero aquellas palabras de galantería y amor en me- dio del sepulcral silencio de la ciudad desolada, escandalizaban los oídos de Clemencia como cantos profanos entre las tumbas de un cementerio y, ocultando el rostro entre los pliegues de su velo, se apartaba con el corazón oprimido de tristeza y disgusto.

II
Un día al anochecer, Clemencia vió entrar en su casa y dirigirse al cuarto de su padre a algunos hombres de fisonomía patibularia, envueltos en largos ponchos
bajo cuyos pliegues se veían brillar los mangos de sus puñales. Clemencia previó algo funesto en la presencia de aquellos hombres y, después de haber vacilado algunos instantes, corrió a aplicar el oído a la cerradura de una puerta que se abría sobre la habitación de su padre. Roque, de pie cerca de una mesa, tenía en la mano algunos papeles y hablaba en voz alta a su auditorio.
– Sí amigos míos – decía –, ¡guerra a muerte a los unitarios! ¡guerra a muerte a esos malvados. ¿Vosotros creéis hacer mucho? Pues sabed que os engañáis. Leed si no la lista de nuestras ejecuciones de este mes y cotejadla con las delaciones que hemos recibido hoy solamente. Leed y veréis que aun queda una inmensa obra al cuchillo de la Mazorca, cuando comparéis el número de los que han caído con el de aquellos que caerán... ¡que caerán sí, aunque se escondan bajo el manto de María!
– ¡ Reina del cielo! – murmuró Clemencia juntando las manos con angustia y volviéndose hacia la imagen de la Virgen, su única compañera en aquella morada solitaria –. Si esa blasfemia ha llegado al pie de vuestro divino trono, no la escuchéis ¡madre buena!, desechadla con indulgencia y alumbrad con una sonrisa de compasión al desdichado que camina en las tinieblas.
Al pronunciar estas últimas palabras, Clemencia volvió a oír la voz de su padre que leía:
- A las nueve de esta noche un hombre embozado se detendrá al pie del obelisco de la plaza de la Victoria y dará tres silbidos. Ese hombre es Manuel de Pueyrredón, el incorregible conspirador unitario, amigo de Lavalle y emigrado de Montevideo. La señal es dirigida a la hija de un federal que unida a él secretamente convertida en su auxiliar más poderoso, le entrega los secretos de su padre e, instruída por esa señal del regreso del conspirador, irá, a reunírsele para secundar sin duda el infame plan que le trae a Buenos Aires.¿Lo oís, camaradas? ¡Y aun están nuestros puñales en el cinto! – exclamó Roque con una ira feroz.
– ¡ Muera Manuel de Pueyrredón! – gritaron los asesinos desenvainando sus largos puñales.
Clemencia dirigió una mirada por la cerradura a la péndula que estaba enfrente de su padre y se estremeció.
La aguja marcaba las ocho y cincuenta y cinco.
– ¡ Cinco minutos para salvar la vida a un hombre! ¡Cinco minutos para preservar a mi padre de un crimen más! ¡Oh! Dios mío, alarga este corto espacio y presta alas a mis pies.
Y envolviéndose en su largo velo blanco, salió de su casa corriendo, no sin volver muchas veces la cabeza por temor de que los asesinos se le adelantaran, inutilizando el deseo de salvar al desgraciado que, sin saberlo, se encaminaba a la muerte.
Al llegar al ángulo que forma la calle de la Victoria con la del Colegio, Clemencia divisó un bulto negro que, cortando diagonalmente la plaza, se dirigía al obelisco.
– ¡ Es él – murmuró con voz temblorosa y corriendo en pos suya, alcanzóle en el momento que tocaba ya la verja de hierro.
Muchos paseantes vagaban en aquel sitio halagados por la brisa de la noche e impedían a Clemencia hablar con el desconocido.
Entonces él se volvió con impetuosidad y acercándose a Clemencia :_
– ¡Emilia! ¡Emilia mía! – exclamó ciñendo apaciblemente el cuerpo de la joven con uno de sus brazos, sin que ella pudiera impedirlo por temor de llamar sobre ellos la atención.
Obligada así a callar, Clemencia al través de su velo contempló al desconocido, cuyo rostro estaba iluminado en aquel momento por los rayos de la luna. Era un hombre joven y bello como jamás Clemencia había visto otro, ni aún en sus poéticos ensueños de dieciséis años. Era alto y esbelto. En todos sus movimientos revelábase esa elegancia fácil, casi descuidada, que sólo dan el uso del mundo y un nacimiento distinguido. La mirada, a la vez profunda y lánguida de sus hermosos ojos, tenia un poder irresistible de atracción que, aliándose a la mágica armonía de su voz, hacía de aquel hombre uno de esos seres que una vez vistos no pueden olvidarse jamás y que dejan en nuestra vida una huella imborrable de felicidad o de dolor.
Y el desconocido, bajo el poder de su engaño, repetía al oído de Clemencia :
– Emilia, heme aquí, amada mía, no como un conspirador, a envolverte de nuevo en la ruina de mis quiméricas esperanzas, sino como esposo apasionado a arrebatarte de los brazos de tu padre, y llevarte en los míos, lejos, muy lejos, al fondo de los desiertos, a algún paraje desconocido que tu amor convertirá para mí en un delicioso Edén. Ven, Emilia mía, abandonemos esta patria fatal. Dios la ha maldecido y nuestros esfuerzos y sacrificios para salvarla son vanos... ¡oh! – continuó el proscrito con voz ahogada y estrechando aun más a Clemencia contra su pecho –, lo ves, Emilia: esta idea despedaza mi corazón... Pero aquí estás tú para calmar sus dolores y llenarlo de alegría... ¿, Y nuestro hijo? ¡Qué bello será! ¡Cuánto habrás sufrido al separarte de él en la cruel necesidad de ocultar su existencia...!
En aquel momento llegaban a un paraje solitario de la plaza. Clemencia tendió una mirada en torno su- yo y separándose precipitadamente de los brazos del desconocido, alzó el velo para hacerle conocer su error.
– ¡Cielos! – exclamó él –, ¡no es Emilia!
– No, señor; pero si vos os llamáis Manuel de Pueyrredón, huid de este sitio funesto donde cada segundo es para vos un paso hacia la muerte... ¿, No lo veis? – continuó ella con terror, señalando un grupo negro al otro extremo de la plaza –. Son ellos, son los puñales sangrientos de la Mazorca que os acechan... Huid en nombre del cielo, por vuestra esposa, por vuestro hijo . Id con ellos lejos de este antro de fieras a realizar ese hermoso sueño de dicha que halaga vuestra mente... Huid, huid – repitió, señalando al proscrito una calle sombría y alejándose ella por otra.
III

Al entrar en su casa, Clemencia fué a postrarse a los pies de la Virgen y, ocultando su rostro bajo el velo de la sagrada imagen, lloró largo tiempo, murmurando entre sollozos palabras misteriosas : quizá algún dulce y doloroso secreto que ella había querido ocultarse a si misma y que sólo osaba confiar a aquella que guarda la llave del corazón de las vírgenes.
Desde ese día el hechicero y melancólico rostro de Clemencia palideció más todavía, revistiéndose de una tristeza profunda. ¡Quién sabe qué halagueña visión cruzó por su mente con las palabras apasionadas de ese hombre! ¡Quién sabe qué sentimiento hizo nacer su vista en aquel corazón joven y solitario!
Algunas veces, con la mirada perdida en el vacío, sonreía dulcemente; pero luego, como asaltada por un amargo recuerdo, movía la cabeza en ademán de dolorosa resignación murmurando en voz baja :
“ Hija de la desgracia, heredera del castigo celeste, víctima expiatoria, piensa en tu voto ; acuérdate que tu reino no es de este mundo” .
Y sumida de nuevo en su mortal tristeza, consagrábase con mayor ardor a la misión de piedad que se había impuesto.

– Clemencia – dijo a su hija un día el mazorquero –, ¿,por qué te hallo cada vez más triste y meditabunda? ¿quién se atreve a causarte pesadumbre? Nómbralo, por vida mía y muy luego podrás añadir : ¡ Desdichado de él!
–¡Nadie! ¡padre... nadie! – respondió ésta estremeciéndose y levantó instintivamente la mano al corazón, como si hubiese temido que su padre leyera allí algún secreto.
– No..., tú me engañas... Hace tiempo que advierto lágrimas hasta en tu voz cuando vienes a abrazarme. – Padre... – replicó la joven interrumpiéndolo y fijando en los sangrientos ojos del asesino los suyos azules y piadosos –, ¿no lo adivinas? Cuando después de una noche de vigilia y ansiedad te veo llegar al fin y salgo a abrazarte, pienso con profundo dolor que los hijos de esos desdichados que diariamente siega el hacha de tu bando no podrían gozar ya de esa felicidad que Dios me concede a mí todavía. ¡Oh padre! ¿no es éste un gran motivo de tristeza y de lágrimas? ¿En medio de esas sangrientas escenas no has llevado alguna vez la mano al corazón y te has preguntado qué harías tú mismo si vieras una mano armada de puñal bajarse sobre tu hija y degollarla... ?
– ¡ Calla...! ¡ calla, Clemencia...! – gritó el bandido – ; ¿qué haría? El infierno mismo no tiene una rabia semejante a la que entonces movería el brazo de Roque para vengarte... ¡Pero tú estás loca, niña! ¿No sabes que los salvajes unitarios no tienen corazón como nosotros, que amamos y aborrecemos con igual violencia...?
-¡Padre, tú sabes que eso no es cierto! ¿Qué dicen pues los gritos desgarradores de esas madres, los gemidos de esas esposas y el triste llanto de esos huérfanos que a todas horas oigo elevarse al cielo contra nosotros? ¿No te dicen que las fibras rotas por tu puñal en el fondo de sus almas son tan sensibles como las nuestras?
– ¡ Calla! – repitió –, ¡calla, Clemencia! Tienes una voz tan insinuante y persuasiva que me lo harías creer; y entonces ¿qué pensaría el general Rosas de su servidor? ¡Cómo se burlarían Salomón y Cuitiño de su compañero! No..._ ¡vete! no quiero escucharte, hoy sobre todo que Manuel Pueyrredón, ese bandido unitario a quien he jurado degollar, vaga entre nosotros invisiblemente y como protegido por un poder sobrenatural._ ¡Oh! pero en vano me inquieto... ¡qué locura! Este corazón está lleno de odio y ya no cabría en él la piedad... Escucha si no esta historia:
“ Hace algunos meses entré a oír misa en la iglesia del Socorro...
– ¡ Padre! ¡Osasteis entrar en el templo de Dios con las manos manchadas!
–¿De sangre? Sí, por cierto ¿por qué no, si es sangre de unitarios, esos enemigos de Dios? Entré, como decía, en la iglesia del Socorro. Apenas había comenzado la misa un hombre a cuyo lado me había arrodillado volvióse de repente y habiéndome contemplado un segundo como para reconocerme, paseó sobre mí una mirada de desprecio y, apartándose con insolente repugnancia, fué a colocarse muy lejos de aquel sitio. Aquella acción me denunció un unitario. El miserable había reconocido a Roque, pero ignoraba lo que era la venganza de Roque.
Mis ojos no se apartaron de él durante la misa y al salir de la iglesia vile entrar al frente de una casa pequeña, casi arruinada.
En la noche de ese día, mientras aquel hombre olvidado del agravio que me había hecho y con dos niños en los brazos estaba tranquilamente al lado de su mujer, ocupada en bordar el ajuar para el tercero que iba a nacer, yo guié a su casa la Mazorca, y entre los brazos de su esposa y de sus hijos hundí mil veces mi puñal en su corazón, salpicando los pañales del que aun no había visto la luz.
– ¡Clemencia! ¡Clemencia! ¿qué tienes? El asesino alargó el brazo para sostener a su hija que, vacilante y trémula, lo rechazó con mal disimulado horror.
– Por algún tiempo – continuó él –, creí que sería eso que llaman remordimiento el recuerdo imborrable que aquella escena de sangre, de gritos y de lágrimas dejó en mi imaginación ; pero, ¡ah! era sólo el contento de una venganza satisfecha. El día en que Roque conociera la compasión o el remordimiento, la hoja de esta arma se empañaría y... mira como resplandece... – dijo el bandido, haciendo brillar su ancho puñal a los ojos de su hija.
Y, ocultándolo en seguida entre la faja de su chiripá, se alejó, sin duda para volver a su horrible tarea.
Clemencia se sintió anonadada bajo el peso de las espantosas palabras que había escuchado. Débil, quebrantada, exánime, fué a caer a los pies de su divina protectora elevando hacia ella las manos en angustiosa plegaria.
A medida que oraba, la esperanza y la fe descendían a su corazón, y cuando se levantó, su frente volvió a iluminarse con la serenidad de la resignación.
– Nunca es tarde para tu infinita misericordia, Dios mío – dijo ella alzando al cielo su mirada –. La hora del arrepentimiento no ha llegado todavía ; pero ella sonará.
En seguida visitó el tesoro que guardaba para los desgraciados ; tomó consigo una cesta de provisiones y un bolsillo de oro, y a favor de las sombras de la noche fué a buscar aquella casa de que había hablado su padre. Reconocióla en la huella del hacha de los bandidos que, rompiendo el postigo, la habían dejado abierta. Clemencia iba a pasar el umbral de una habitación desnuda y miserable cuando, oyendo una voz que hablaba dentro, se detuvo y contempló el cuadro que se ofrecía a su vista.
En un rincón del cuarto, sobre un lecho pobre y des- abrigado, yacía una mujer joven, pero pálida y enflaquecida, con un recién nacido entre sus brazos. Más lejos un niño de seis años y otro de cuatro estaban sentados bajo las mantas de una camita suspendida en forma de cuna por cuatro cuerdas reunidas y pendientes de una viga del techo. La luz opaca de una vela que ardía en el suelo daba a aquella morada un aspecto lúgubre que, unido al recuerdo de la espantosa escena ocurrida allí, despedazó de dolor el alma de Clemencia.
– Mamá – decía con voz lamentable el menor de los dos niños –, tengo hambre. ¿Qué has hecho del pan que comimos ayer? La madre exhaló un profundo gemido al mismo tiempo que el otro niño respondió con acento grave y resignado:
– Lo comimos, Enrique. Lo comimos, y mamá no tiene dinero para comprar otro, porque está enferma y no puede trabajar. No la atormentes y durmamos como el pobre angelito que ayer cayó del cielo entre nosotros.
– ¡Ay! ¡él tiene el pecho de mi mamá y yo tengo hambre... tengo hambre! – replicaba Enrique llorando._
– ¡Dios mío! – exclamó la madre entre sollozos –, si en la sabiduría de tus designios quisiste que el hacha homicida abatiera el árbol más robusto, yo adoro tu voluntad y me resigno; pero ten piedad de estas tiernas flores que comienzan a abrirse a los rayos de tu sol. ¡Señor!, tú que alimentas las avecillas del aire, los gusanos de la tierra y que oyes llorar de hambre a mis hijos, que enviarás en su socorro uno de los millares de ángeles que habitan tu cielo...?_ ¡Ah, helo ahí! – murmuró viendo a Clemencia que, arrodillada ante la cama de los niños, les presentaba las provisiones que había traído. La madre juntó las manos y contempló con admiración a aquella bellísima joven, cuyo blanco velo plegado como una aureola en torno de su frente parecía iluminar las tinieblas que la rodeaban y que inclinada sobre sus hijos como el genio de la misericordia los cubría con una mirada de ternura y dolor. La pobre mujer creíala un ángel descendido a su ruego e, inmóvil, temía que un ademán, que un soplo, desvanecieran la divina visión, restituyéndola a la horrible realidad. Y cuando Clemencia se acercó a su lecho, la sencilla hija del pueblo alargó ansiosamente la mano para tocar las suyas y convencerse de que no era una aparición sobrehumana.
– ¡Oh, tú, que has venido a derramar el consuelo en esta morada de dolor! – exclamó abrazando las rodil!as_ de la joven –, ¿quién eres, criatura angelical?
– Soy un ser desventurado como vosotros y vengo a buscar a mis compañeros de dolor. Vengo a deciros : Madre cristiana, confiad en aquel que enjuga toda lágrima y acalla todo gemido. El vela sobre todo de lo alto de su cielo y puede hacer de la más débil criatura un instrumento de su misericordia. ¿Habéis quedado sola y desamparada? Yo estaré cerca de vos y seréis mi hermana querida. ¿Vuestros hijos necesitan de un protector? Yo lo seré. ¿Os halláis falta de todo? He aquí oro para que lo procuréis._
– ¡Ah, sois una santa!... – dijo la viuda, inclinándose devotamente –, bendecid a mi hijo y dadle un nombre, porque todavía no está bautizado. Y puso el recién nacido en los brazos de Clemencia.
– Llamadle Manuel – dijo ella en voz baja, y al pronunciar este nombre la pálida frente de la virgen se ruborizó y sus ojos brillaron con extraño fulgor.


– Manuel – continuó, besando al niño con timidez –, yo seré para tí una nodriza solícita y apasionada. Tu madre no tendrá_ celos, pues para ella serán todas tus caricias ; para mí sólo la dicha de poder decir cada día : ¡Manuel, yo te amo!
–¡Ay de mí! – exclamó la pobre madre, cubriendo sus ojos con la mano de Clemencia y sollozando profundamente –. Bien pronto lo seréis todo para él. Mi esposo me llama desde la eternidad. El puñal del asesino no ha podido romper el lazo que unía nuestras almas, y la mía se va, aunque a pesar suyo y gimiendo amargamente por estas otras almas que se quedan penando en la tierra.
Y la infeliz señalaba s los niños con ademán desesperado.
Clemencia la escuchaba con terror. La hija del asesino pensó estremecida de espanto en los crímenes de su padre, cuya imagen nunca se le había presentado tan horrible. Pero sobreponiéndose a las lúgubres ideas que la abrumaban. llamó a la madre al cumplimiento de su deber en la tierra y a la cristiana a la resignación en la voluntad del cielo.
– Madre mía – dijo el mayor de 1os niños cuando quedaron solos –, ¿cuál de los ángeles del Señor es este que ha venido a visitarnos? ¡Qué hermosos son sus largos cabellos rizados como los de Nuestra Señora del Socorro!
– Y sus ojos, mamá – replicó el más pequeño –, sus ojos azules como el cielo y sus pestañas, ¿no es cierto que se parecen a los rayos de esa estrella que nos está mirando por la ventana?
– Sí, hijos míos – dijo la viuda sonriendo tristemente a sus niños –, es un bello ángel que Dios tiene en la tierra para consolar a los infelices.
– ¡Ah, es un ángel de la tierra; por eso está tan triste. Yo la he visto llorar mientras arreglaba nuestra cama.
– ¿Cuál es el nombre de ese ángel, madre mía?
Cualquiera que sea, bendigámoslo, hijos míos, y pidamos a Dios que enjugue sus lágrimas como ha enjugado las nuestras – dijo la viuda, haciendo arrodillar a los niños para la oración de la noche.
V

Clemencia entre tanto se alejaba con lentos y vacilantes pasos. La expresión de su semblante revelaba un profundo desconsuelo. Pensaba en la omnipotencia del mal y en la omnipotencia del bien, Un solo golpe de puñal había bastado a su padre para abrir el insondable abismo de infortunio que acababa de contemplar, y ella, con toda una vida de sacrificios y abnegación, ¿qué había alcanzado? Aliviar el hambre y la desnudez ; curar dolores materiales: para los del alma nada había hallado sino lágrimas. Y a esta idea Clemencia se sintió abrumada por un inmenso desaliento. Pero como siempre cuando temía que su fe vacilara, la virgen elevó su pensamiento a Dios, pidiéndole algún grande sacrificio que la revelase el secreto de hacer descender la felicidad donde reinaba el dolor.
Un nombre pronunciado muchas veces con acento feroz, despertó bruscamente a Clemencia de su triste meditación. Miró en torno suyo y se encontró entre un grupo de hombres cuyo aspecto siniestro llamó su atención. Embozábanse en largos ponchos y, armados todos de puñales, guardaban cuidadosamente una puerta. La hija del mazorquero los reconoció. Aquellos hombres eran los compañeros de su padre ; aquella casa era la Intendencia, el sitio consagrado a las ejecuciones secretas, el in pace donde los unitarios entraban para no salir jamás y en cuyas bóvedas el dedo del terror había grabado para ellos la lúgubre inscripción del Dante.


Mientras Clemencia, trémula y palpitante de ansiedad, procuraba, oculta detrás de una columna, escuchar lo que hablaban aquellos hombres, un jinete, montado en un caballo negro y cuya espada de largos tiros chocaba ruidosamente contra el encuentro de la lanza que empuñaba, detuvo con una sofrenada y una maldición la fogosa carrera de su corcel y, acercándose al grupo que custodiaba la puerta :
– Teniente Corbalán – gritó con voz ronca y breve –, toma veinte hombres y ronda el Bajo, mientras yo hago una batida en Barracas. ¡ Por las garras del diablo ¡ Consiento en dejar de ser quien soy si el sol de mañana no encuentra la cabeza de Manuel Pueyrredón clavada en esta lanza.
Y hundiendo las espuelas en los flancos de su caballo, se alejó como un sombrío torbellino.
Clemencia, pálida y helada de espanto, cayó sobre sus rodillas. El hombre que acababa de hacer ese horrible juramento era su padre.
– Corbalán – dijo uno de aquellos bandidos –, llévame contigo... Quiero matar hombres y no guardar mujeres.
– Si Almanegra te hubiera entregado la que está en el calabozo de las Tres Cruces, no te habría pesado guardarla para ti – dijo riendo atrozmente otro de ellos.
– ¡ Ah, viejo tigre ; sorprender a la hermosa que esperaba a su galán, atarla como un cordero al arzón de la silla, traerla bajo el poncho a la Intendencia, encerrarla en el calabozo de las Tres Cruces, donde hay más de cincuenta sepulturas...! ¿Qué pensará hacer de ella?
– ¡ Poca cosa! Matarla en lugar de su marido y matarla con él si logra atraparlo. Clemencia no escuchó más. Alzóse fuerte y resuelta; acercóse con entereza al jefe de los bandidos y, dando a sus ojos la negra mirada de su padre, levantó el velo y le dijo con voz imperiosa:

– Teniente Corbalán, ¿me conocéis?
¡La hija del comandante! – exclamó el mazorquero descubriéndose.
Los bandidos se apartaron respetuosamente y la joven, sin dignarse añadir una palabra, pasó el umbral y se internó en las sombras del fatídico edificio.
En la obscuridad del lóbrego portal que daba entrada al patio de los calabozos, Clemencia divisó un hombre de pie, inmóvil y apoyado en una alabarda. Vestía el uniforme de gendarme y ella le creyó un centinela; pero al acercarse a él se estremeció.
La joven no tuvo para reconocerlo necesidad de ver su rostro que cubría la ancha manga de una gorra de cuartel.
– ¡Desventurado! – murmuró Clemencia al oído de aquel hombre y estrechando su brazo con terror – ¿Qué hacéis aquí? ¿No habéis oído?
– Sí – respondió él cerrándola el paso –. Soy aquel que los asesinos buscan con tan feroz afán. Sus puñales están sobre mi cabeza, pero yo he venido a salvar a mi amada o perecer con ella. Mirad – continuó hiriendo con el pie un objeto sin forma que yacía en tierra –, he matado un centinela, y armado con sus despojos velo aquí para tender a mis pies al primero que atraviese el dintel de esa puerta.
– ¡Manuel Pueyrredón! – dijo Clemencia descubriendo su bello rostro y posando en los ojos del proscrito una mirada inefable –, ¿os acordáis?
– ¡EIla...! – exclamó el unitario –, ¡el ángel que me salvó!... – ¡Tenéis confianza en mi? ¿Me abandonaréis el cuidado de salvar a aquella que buscáis?
– ¡Ah! – respondió él con un transporte que Clemencia reprimió asustada –, por esas solas palabras, hermosa criatura, heme aquí a vuestros pies. Pedid mi sangre..., mi alma..., todo os lo daré.


- Alejaos, pues, de este funesto lugar; trasponed esa puerta fatal, y esperad a vuestra amada donde ella os esperaba poco ha.
– ¡No! Todo... menos alejarme un paso de aquí_
– ¡Oh! ¡Dios mío, quiere perderse!... Pues bien... juradme al menos permanecer inmóvil bajo vuestro disfraz y no atacar a nadie cualquiera que sea que pase por este sitio. – ¡ Duro es hacer esa promesa!... Pero, pues lo queréis, ¡sea! ¡Gracias, gracias!... – exclamó ella estrechando la mano del proscrito, en la que éste sintió caer una lágrima –. Sed feliz, Manuel Pueyrredón..._ ¡Adiós! Y la joven, bajando el velo, se perdió entre las sombras. El unitario oyó a lo lejos un ruido áspero de cerrojos y dijo: – Es la puerta de su calabozo...¡Emilia, Emilia mía!_ Y con la mirada y el oído atento, interrogaba angustiosamente a la noche y al silencio. Y así pasaron con la lentitud de los siglos dos, cinco, diez minutos; y Pueyrredón, en su mortal inquietud, estaba ya próximo a quebrantar el juramento y a correr tras aquella que se lo había impuesto. Al fin allá a lo lejos el blanco velo de Clemencia apareció de repente entre las tinieblas de un lóbrego pasadizo. Pueyrredón la vió venir sola y olvidando su promesa, olvidando su peligro, olvidándolo todo, arrojó una exclamación de dolor y corrió a su encuentro. Pero al llegar a ella dos brazos cariñosos rodearon su cuello y unos labios de fuego ahogaron en los suyos un grito de gozo. – ¡ Silencio, amado mío! – dijo una voz querida al oído del proscrito –. Un milagro me ha salvado. La virgen del Socorro ha descendido a mi calabozo para librarme. Sí. Yo la he reconocido en su celeste belleza y en la melancólica sonrisa de su labio divino. Este es su sagrado velo... El nos protegerá... Huyamos.
Y la mujer encubierta arrastró tras de sí al proscrito.
Cuando los fugitivos llegaban a la puerta vieron avanzar un jinete que, haciendo dar botes a su caballo, entró en el portal y, arrojándose en tierra, desenvainó su puñal y en un silencio feroz se encaminó al patio de los calabozos.
A su vista Pueyrredón sintió estremecerse entre las suyas la mano de su compañera y la oyó murmurar bajo su velo con acento de terror:
– ¡ Almanegra!
Mas luego traspusieron ambos el umbral maldito y respiraron el aura embalsamada de la libertad. Entre tanto Almanegra atravesó el patio y, llegando al calabozo de las Tres Cruces, descorrió los pesados cerrojos y buscó a tientas entre las tinieblas.
Un rayo perdido de la luna menguante deslizándose por la estrecha claraboya de la bóveda, formaba una mancha lívida en el húmedo pavimento, haciendo más densas las tinieblas de aquella espantosa mazmorra. Sin embargo, el ojo ávido del bandido descubrió una forma blanca.
Fuése hacia ella, extendió su mano sangrienta y palpando el cuello de una mujer, hundió en él su puñal, gritando con rabia:
– Delatora de nuestros secretos, cómplice de los infames unitarios, muere en lugar del conspirador que amas, pero sabe antes que ni tus huesos se juntarán con los suyos porque tu sepulcro será el fondo de este calabozo.
Y hablando así, arrojó una espantosa carcajada.
Al sentirse herida de muerte la desventurada llevó las manos a su cuello dividido y conteniendo la sangre que se escapaba a torrentes de la herida:
– ¡Dios mío! – murmuró –, ¡mi sacrificio está consumado; cumplida está la misión que me impuse en este mundo! Haced ahora, Señor, que mi sangre lave esa otra sangre que clama a vos desde la tierra.
Al acento de aquella voz Almanegra sintió romperse el corazón y los cabellos se erizaron sobre su cabeza. Alzóse rápido y, levantando a su víctima, corrió a la claraboya y miró al rayo de la luna su rostro ensangrentado.
– ¡Clemencia! – gritó el asesino con un horrible alarido. – ¡Padre!... ¡pobre padre!... eleva al cielo tus miradas y búscala allí – balbuceó la dulce voz de la joven al exhalar el último aliento.
El bandido cayó desplomado en tierra, arrastrando entre sus brazos el cadáver de su hija degollada...
Pero la sangre de la virgen halló gracia delante de Dios y como un bautismo de redención, hizo descender sobre aquel hombre un rayo de luz divina que lo regeneró.



FIN

CUENTO DE MANUEL MUJICA LÁINEZ

XXXV

EL ÁNGEL Y EL PAYADOR*

1825

Esto sucedió, señores, allá por los años en que derro­tamos a los brasileros en la batalla de Ituzaingó; quizás un poco antes, hacia 1825. La fecha de Ituizangó no pue­do olvidarla, porque la conservo en el dibujo de la hoja de un cuchillo que me regaló un puestero de Balcarce. Vaya a saber quién fue su dueño. Si me prestan, pues, atención, escucharán una historia que me contó mi abue­lo. Era un hombre serio y se la había oído a su padre. Yo la llamo «el cuento del Ángel y el Payador», para acortar, pero el verdadero nombre sería «el cuento del Ángel, el Diablo y el Payador»: y pongo al Ángel prime­ro por su condición divina; después a Mandinga para que no se enoje; y por último al Payador porque, a pe­sar de haber sido el más grande que pisó nuestros pa­gos, y tanto que lo solían apodar «aquel de la larga fama», no era más que un hombre y como tal capaz de todas las debilidades. Ya colegirán que estoy hablando de Santos Vega.

El padre de mi abuelo lo vio una vez en una pulpe­ría de Dolores y decía que era un gaucho buen mozo, tostado por el sol y el viento, más bien bajo y delgado, con la barba y el pelo renegridos. Claro que en la época de lo que voy a referir andaría arañando los setenta y el pelo y la barba se le pusieron blancos como leche. Había sido rico. Había tenido estancia y tropillas, pero por entonces no le quedaban más pilchas que lo que lle­vaba encima, más plata que las dos virolas del cuchillo de cabo negro, y más flete que un alazán tostado como él y un potrillo de barriga redonda: el Mataco.

La fama de Santos Vega se esparció por todo el campo argentino. Los paisanos lo adoraban como a un dios Por eso la gente cree que fue un personaje imaginario pues les resulta imposible que un individuo de carne y hueso como ustedes y yo, ganara con la guitarra tanta reverencia.

Algunos lo pintan como un gaucho malo que se pasó la vida cobrando una deuda de sangre a los jueces de paz y acuchillando a cuanta partida de la ley se le cruzó en el camino. No es cierto. Así por lo menos lo declaraba mi antepasado. Puso su gloria en la guitarra y no necesitó andar marcando cristianos para merecer el res peto de los criollos: no porque no fuera valiente, en tiéndanme bien, sino porque para él lo principal fue la guitarra.

Y ¡qué guitarra! Juraba mi abuelo que su padre la describía como si tuviera vida propia. Decía que cuando Vega se afirmaba en ella y empezaba a acariciarla, su caja se estremecía como un cuerpo de mujer, y que las cintas de colores patrios con las cuales la habían enga­lanado las chinas querendonas, se movían como trenzas tironeadas por el aire. Esto sí puede ser exageración. ¡Vaya uno a saber! Todo lo que atañe a Vega se oscu­rece con tanto misterio que lo mejor es escucharlo tran­quilamente, sin impresionarse por su rareza.

Con esa guitarra se arrimó a cuanto fogón hospitala­rio se encendía en la provincia. De repente aparecía por San Pedro y de repente por Chascomús; un día lo en­contraban en la Magdalena y el otro en Lujan o en Arre­cifes, como si galopara sobre el pampero. Varias veces estuvo en Buenos Aires y es fama que su entusiasmo calentó a los mozos de las estancias y los obligó a arrear sus tropillas hasta la capital, cuando la patria los reque­ría para los ejércitos, después del 25 de mayo. Se los trajo cantando: hacía lo que quería con la voz.

Algunos gauchos aseguraban que lo habían visto al mismo tiempo en dos lugares. Así nació su leyenda. No faltaba a los fandangos ni a los velorios del angelito. Apenas empezaba el paisanaje a juntarse en' cualquier sitio alrededor de un asado con cuero y tortas fritas, y apenas se desataba el zapateo de un malambo o el bas­tonero anunciaba un pericón, ya barruntaba la concurrencia que Santos Vega se descolgaría de las nubes aunque no le avisaran. Y era así. Entonces aquello se ponía lindo. El payador se acomodaba en las raíces de un ombú o al amparo de la ramada y cantaba unos estilos y unos tristes que no ha vuelto a cantar ninguno. Al principio algunos se animaban a payar con él, pero pronto com­prendieron que no podría vencerle nadie. Cuentan que hasta los perros lo rodeaban y los pingos, con las orejas tiesas, y que los tucutucos salían de sus cuevas para es­cucharlo. Hasta que la gente comenzó a decir que el único que conseguiría ganarle en una payada sería el Diablo mismo, porque no existía hombre capaz de tal hazaña. Él se reía y contestaba que cuando el Diablo quisiera lo esperaba de firme. Y ese pensamiento orgu­lloso casi lo condenó a penar para siempre en las viz­cacheras infernales.

Pero vamos a mi cuento. Sucedió, pues, hacia 1825, y me parece que Bernardino Rivadavia estaba al frente del gobierno, aunque es posible que me equivoque y haya sido otro. Libros hay que sacarán de dudas a los fastidiosos, pero los libros están lejos y yo no sé qué desconsideración me tiene la lectura que al ratito me hace lagrimear.

Había en Buenos Aires, por aquel entonces, un barrio que llamaban del Pino, a causa de un árbol gigantesco cuya sombra invitaba a los pájaros. Si mal no recuerdo, ese barrio se extendía por donde corre hoy la calle Mon­tevideo, cerca de Santa Fe. Un boliche atraía los paisa­nos al atardecer junto al árbol mentado. Acudían de todas partes de la ciudad a jugar a la taba, a perder los patacones en las riñas de gallos, las cuadreras y las sor­tijas, y a hacer boca con una azumbre de caña: la gine­bra era superior.

Un día el barullo cesó temprano, porque Santos Vega, ya viejo, se había echado a dormir bajo las ramas y no querían molestar su sueño. Cuando nadie lo espe­raba, surgió por allí un moreno desconocido. Era su es­tampa, dice mi bisabuelo, la de un gaucho malevo, alto y flaco, con una cara afilada como un facón y unos ojos de bagual. Montaba un parejero que a los gauchos los dejó medio locos, un doradillo que cuando le daba el sol echaba luz. Vestía de negro y su único adorno era un cinto lleno de monedas de oro, lo mismo que la ras tra. ¡De oro, señores, como están oyendo!

Se acercó a don Santos sin saludar a nadie y lo despertó rozándole el hombro con el rebenque.

—Mire, amigo —explicó—, me he enterado que hace tiempo que me busca para una payada. Aquí estoy para lo que mande.

Vega entreabrió los ojos pesados de sueño y lo estuvo observando un rato:

—Yo no lo conozco, compadre; ni siquiera sé su nombre.

El enlutado rió con una risa fea:

—Lo mismo vale un nombre que otro, lo que impor­ta son las uñas. Si le parece, puede llamarme Juan Sin Ropa, y si le parece no payaremos. Puede ser que esté cansado.

Se había formado alrededor una rueda de guapos que murmuraban de asombro. Intervino el pulpero abombado, después de darle un beso a la damajuana:

—Usté no sabe con quién se mete, don. Éste es San­tos Vega.

—De mentas lo conozco y me tiene a su disposición. Don Santos estiró los brazos y se levantó:

—Cuando guste, Juan Sin Ropa.

—Usté primero, don Santos.

Debió ser cosa de verse. El viejo rompió en un pre­ludio en el que daba la bienvenida al misterioso adver­sario, y aguardó.

Cuando le tocó responder al moreno y empezó a flo­rearse como baqueano, todos comprendieron que la cosa sería larga, y aunque no se tomaron apuestas pues esta­ban seguros del triunfo del más anciano, alguno sintió que un frío finito le corría por la espalda.

¿Para qué les repetiré lo que siguió? Es cosa que sabe todo el mundo. Tres días y tres noches estuvieron cantando. La cifra pasaba de boca en boca sin que die­ran muestras de abandonar. Hasta que la concurrencia notó que don Santos flaqueaba. Más de una vez se de­tuvo, esperando la inspiración, y repitió versos que ya se habían oído. En cambio el otro continuaba como un político de esos que tienen charla hasta el día del Juicio Final. Por fin Vega no pudo más y arrojó la guitarra. Entonces Juan Sin Ropa lanzó una carcajada tan sinies­tra que los hombres se santiguaron. El pino se incendió de arriba abajo como una hoguera que prende en un pajonal, y el payador victorioso arrancó la bordona del viejo de un manotazo que hizo relampaguear sus uñas como navajas. Luego desapareció entre las llamas que envolvían al árbol. Era el Diablo, que le había salido al encuentro a quien lo retó a duelo, ignorando que no se juega con Satanás. Disparó el paisanaje y no me extraña. También hu­biera disparado yo. Sólo el pulpero quedó allí: la tranca lo había dejado duro como palenque de potro. Entonces se abrió el ramaje como una cortina de fuego, y un mu­-
chachito de unos doce años se acercó al vencido que se tapaba la cara con el poncho.

—Vamos, tata —le dijo, y lo ayudó a levantarse.

El viejo tomó la guitarra y lo siguió cojeando. Mon­tó en su alazán y el mocito saltó en el potrillo barrigón. Se alejaron al tranco y nadie volvió a verlos en Buenos Aires.

Contaba mi bisabuelo que galoparon sin pronunciar palabra hacia los pagos del Salado. En Chascomús reco­nocieron a Vega. Iba doblado sobre el flete y el mucha­cho trotaba detrás. Había cazado dos mulitas que lle­vaba a los tientos. Como era invierno, no paraba de llover y de soplar un viento rabioso. A don Santos se le pegaba el poncho sobre el chiripá y el calzoncillo cri­bado.

Llegaron así una noche a la estancia de don Gerva­sio Rosas, la que fue después de Sáenz Valiente, en la boca del Tuyú. Los peones ya habían asegurado la ha­cienda, porque la tormenta no amainaba, y mateaban en el puesto Las Tijeras, cuando oyeron ladrar. El capataz se asomó a la puerta, gritando para contener a los pe­rros y éstos obedecieron su orden. Entonces Santos Vega y su compañero entraron en la cocina. Chorreaban agua como si recién salieran del río.

El capataz abrazó al payador:

— ¡Bien haiga, don Santos, arrímese al fuego! ¡No tenía el gusto de verlo desde sus payadas en la esquina La Real!

El viejo casi no respondió. Venía medio muerto por el disgusto y por el frío. Se quitó el poncho, aceptó un amargo y se acomodó junto a las brasas. El mocito acercó una de las mulitas al fogón para asarla. Comieron despacio y don Santos se durmió. Tiritaba y hablaba en sueños. Los paisanos fueron tumbándose también sobre ­los aperos. Sólo velaba el muchacho. ¿No les he dicho cómo era? Tenía el pelo negro y lacio, volcado sobre las orejas, y unos ojos como dos carbones pero azules. Con el caparazón del otro bicho se puso a hacer una guitarrita que era un primor.

La noche entretanto andaba y la lluvia batía la paja quinchada del rancho. Por ahí se despertó Santos Vega. Los reflejos del fogón le iluminaban la barba noble abierta sobre el pecho. Estuvo espiando al mocito y murmuró:

—Mira, muchacho, sé que voy a morir y que iré al Infierno.

—¿Y por qué al Infierno, tata?

—Porque he sido un mal cristiano y Dios es justo. Aquel hombre que me venció en la pulpería del Pino no era un hombre: era el propio Mandinga. Me ha vencido porque fui soberbio y quise medirme con él. Ahora ten­dré que pagar mi pecado.

El niño se sonrió como un ángel. Ya les adelanté al comenzar que éste se llama «el cuento del Ángel y el Payador», de manera que habrán colegido que era un ángel. Y ¿qué ángel?, me preguntarán. Pero tendrán que perdonar mi ignorancia. Puede que fuera el Ángel de la Guarda de don Santos, o un ángel que bichó desde las nubes lo mal que le iba en su versería con el Demonio. Sí, para mí era uno de esos ángeles que tocan música para alegrar al Señor. Probablemente no le habrá gus­tado que el Malo pudiera andar contando por ahí que había maltratado al mejor payador criollo. Quería tener­lo en el Cielo con su guitarra, para que la orquesta sa­grada sonara mejor. ¡Vaya a saber!

—Usté no se va al Infierno, tata —le dijo—. Yo le propongo que payemos ahora mismo, sin esperar. Si me vence a mí, le prometo que se va derechito al Cielo. Se sonrió don Santos melancólicamente:

—¿Y vos qué sabes de estas cosas?

Por respuesta el ángel rasgueó su instrumento tan lindamente que al viejo, enfermo y todo como estaba, los ojos le brillaron.

—Pero es al ñudo, yo no puedo cantar con vos. Aquel malvado me cortó la bordona.

El mozo tocó la cuerda con un dedo y don Santos se persignó, porque la cuerda se estiró como si fuera una serpiente y se enredó sola en la clavija. Al mismo tiem­po un gran resplandor inundó la cocina, como si hubie­ran prendido mil velas, y el payador vio que la cosa iba en serio.

Payaron toda la noche, la guitarra contra la guitarrita, y lo milagroso es que ni uno de los peones se desper­tó. Afuera la lluvia enmudeció para escucharlos y el cie­lo se fue pintando de estrellas. ¡Qué payada, señores! El viejo se esforzó como nunca. Adivinaba que de su inspi­ración dependía la gloria eterna. Yo no sé si el ángel se habrá dejado ganar de puro bueno, pero lo cierto es que anduvo apurado. A veces se sacudía y la pieza se llenaba de plumones celestes. Don Santos, para apre­tarlo, le preguntaba por las cosas de la tierra, y el de los ojos azules retrucaba preguntándole por las del cie­lo. Por fin el mozo se iluminó todo como una imagen del altar, y suspiró:

—Me ha derrotado en buena ley, don Santos.

Al viejo se le cerraron los párpados ahí mismo. Al día siguiente lo enterraron a la sombra de un tala, en campo verde, donde lo pisara el ganado, como pedía en sus trovos. Los peones clavetearon un cajón hecho con maderas de los barcos hundidos en la playa vecina du­rante la guerra con el Brasil. Agregaba mi bisabuelo que el payador sonreía cuando le dieron sepultura, como si ya hubiera empezado a cantar delante de Tata Dios.


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* Mujica Lainez Manuel. Misteriosa Buenos Aires. Bibliote La Nación. Bs. As. 2001